Pregón: introducción
PREGON DE LAS FIESTAS DE SAN ANTONIO
12 de junio de 2004
Albareños: Quiero antes de nada dar las gracias a nuestra Alcaldesa y a su Ayuntamiento por el honor que me han hecho nombrándome pregonero de las fiestas de San Antonio. Gratitud y emoción contenida son los sentimientos que me embargan asomado hoy al balcón de esta plaza mayor, corazón grande y luminoso de nuestro pueblo abierto a todos los vientos. Emoción que tras largos años de forzada ausencia me trae los recuerdos más hermosos y perdurables de mi vida, sobre todo, el de mi madre. Por ella soy yo tierra de esta tierra y sangre de vuestra sangre; ella me enseño a quererla como a sí misma y ya para siempre esos dos amores, el de mi madre y Albares, indisolublemente unidos, son un solo amor verdadero que llevo en el corazón.
No he venido a evocar en mi pregón tiempos remotos, glorias pretéritas que pudieran cansaros con citas eruditas; quede ese propósito para otro momento y lugar. Hoy he venido a preguntarme y a contestar ante vosotros desde mis vivencias personales, pensando sobre todo en los jóvenes que me escucháis, qué significaron, qué deben significar las fiestas de San Antonio, su función en la vida de nuestro pueblo.
San Antonio fue en primer lugar puerta y tregua, compás de espera en el terrible calendario agrícola de las recolecciones. Estaban ya granadas y en sazón, amarilleaban las mieses y había que recogerlas cuanto antes. Y las fiestas eran un suspiro de alivio y regocijo prolongado sólo tres días entonces. Pasado ese breve paréntesis, estallaba una actividad febril en la que participaba todo el pueblo. Recuerdo a los hombres doblados de sol a sol con la hoz en la mano sobre el tajo, el hormiguero humano de los caminos con los carros y galeras del acarreo y el anillo dorado de las eras en las que mujeres y niños colaboraban en la trilla. Espejismo todo ello de una abundancia sólo aparente, alucinación de una prosperidad engañosa en aquella economía pobre, de mera subsistencia, cuya compensación era escasa después de más de dos meses de trabajo manual de un esfuerzo sobrehumano.
Y tras otra breve tregua, la de los Cristos, el de Almoguera y el de Mondéjar, comenzaba otra tarea no menos dura e ingrata, la del cáñamo que cubría como un manto alto y fresco gran parte de las dos vegas. Pero sangraban a veces las manos al arrancarlo y había luego que sacudirlo, empozarlo y desempozarlo y, una vez seco, machacarlo en la grama y espadarlo hasta conseguir el fruto de las limpias madejas. Tiempos recios, duros trabajos. Recuerdo los blancos montones de cañamiza que los primeros vientos del otoño arremolinaban en las calles y los cañamones tostados al amor de la lumbre en las largas veladas de invierno, que hacían las delicias de grandes y pequeños.
Y apenas había terminado esta segunda cosecha, llamaba a las puertas la tercera, la de la aceituna, igualmente larga y penosa. Muchos días de fría niebla o cierzo helado cortante como un cuchillo, manos ateridas buscando un poco de lumbre en los linderos y barbechos El pueblo olía a tinaco, a aceite nuevo rezumante en las prensas del viejo molino del concejo y se adentraba así, lentamente, en el calor ilusorio de las próximas Navidades.
Tres recolecciones que ocupaban la mayor parte del año, que ofrecían reducidos beneficios y que se realizaban entonces en condiciones muchas veces insoportables. Tiempos recios, duros trabajos. Permitidme hoy un recuerdo emocionado de gratitud a nuestros mayores, a nuestros padres y abuelos, que soportaron estoicamente, con una dignidad inmensa, pruebas tan grandes. A su esfuerzo y a su ejemplar conducta impagables debemos hoy nosotros gran parte de nuestra actual prosperidad.
Y así es cómo San Antonio y sus fiestas fueron en primer lugar puerta y tregua, compás de espera breve y reconfortante en el ciclo inmutable de nuestro calendario agrícola, frontera divisoria de nuestro tiempo que organizaba nuestras vidas en dos momentos sucesivos y alternantes: un antes y un después de San Antonio.
Pero fueron algo más y muy importante en nuestra convivencia: la fiesta de todos y para todos sin excluyentes ni excluidos, sin discriminados ni discriminadores, en la que todos, sin distinción de clases ni edades, se sintieron protagonistas y vivieron como propia. He sido muchas veces testigo de la punzada dolorosa de nostalgia que invadía a los que por inexcusables motivos personales no podían venir a ella. Vaya también para esos ausentes nuestro recuerdo. Es seguro que esa ausencia suya los hace más presentes de corazón que los que hoy nos encontramos en esta plaza.
Sí, las fiestas de San Antonio fueron las fiestas de todos y propiciaron esos días en muchas ocasiones un pacto no escrito ni firmado, silencioso y espontáneo de amistad en las relaciones personales por el que se zanjaron viejas rencillas, rencores enconados en un mal entendido amor propio o en absurdas actitudes de vanidad o prepotencia. Sentados a la misma mesa en la fiesta comunitaria, compartiendo ritualmente las dos cosas más hermosas que podemos compartir los humanos, el pan y la palabra, tornaron tantas veces la paz y la calma y volvió a reinar la concordia.
Por último, San Antonio fue igualmente el origen de muchos proyectos de vida en común compartida para siempre por mozos y mozas del mismo pueblo o de pueblos vecinos. Ese fue el caso de mis padres y tantos otros. Y es que el amor siempre oculto y al acecho extendía, y sigue extendiendo, sus redes invisibles en aquellas tibias noches primaverales de baile y pólvora en la plaza o en las vueltas y revueltas en torno a la ermita del santo en quien amor ha tenido y sigue teniendo su máximo aliado casamentero. Noviazgos hechos y deshechos que se volvieron a hacer y a deshacer, que terminaron definitivamente frustrados o en boda, pero que tejen y destejen la tela siempre viva de las crónicas familiares de nuestro pueblo y constituyen parte esencial de nuestras vivencias personales.
San Antonio, alivio en nuestras fatigas, punto de encuentro en paz y concordia, proyecto ilusionado de vida en común. Lo fue siempre y debe seguir siéndolo. Han cambiado los tiempos, son otras muy distintas las circunstancias que condicionan nuestras vidas y han surgido nuevas dificultades y retos que afrontar y superar. Permitidme que desde el mismo espíritu que informó siempre nuestras fiestas os convoque hoy a todos a un proyecto ilusionado de generosidad, de imaginación, de solidaridad, de paz y concordia.
Y ese proyecto de generosidad ha de estar presidido en primer lugar por una decidida voluntad de comunicación, de aperturismo a todos y a todo que evite localismos cerrados, aislacionismos hoy más estériles que nunca. Somos reducida parcela local, pero encuadrada en ámbitos progresivamente más amplios de naturaleza regional, nacional y universal hoy estrechamente relacionados e intercomunicados. No podemos ser rama seca desgajada del frondoso árbol común por el que circula y se propaga la savia generosa de la vida. Si un corazón solitario, decía Antonio Machado, no es un corazón, un pueblo aislado, enrocado en la autosuficiente contemplación de sí mismo, monologando a solas con su verdad de espaldas a su entorno, es un pueblo condenado a la pobreza y al atraso. En la relación con el vecino, con el pueblo de al lado, en la aceptación del foráneo como un miembro más de nuestra comunidad empezamos a ejercitar nuestro espíritu de universalidad. La gran revolución cristiana que transformó el mundo consistió en considerar próximos, prójimos, a todos los hombres por alejados o distantes que estuviesen respecto a nosotros. San Antonio, uno de los ejemplos más excelsos del espíritu franciscano, vivió siempre en comunión solidaria con la creación entera y se sintió hermano no solo de los hombres, sino de plantas, animales y cosas. Cuando vosotros recitáis o cantáis el poema de los pajaritos yo lo escuché muchas veces de labios de mi madre, que se lo sabía de memoria-, estáis recordando quizá sin saberlo uno de los capítulos más hermosos de la cultura europea, el del franciscanismo, que vino a limpiar al cristianismo histórico de impurezas y manipulaciones interesadas y a recordarnos nuestra condición de hermanos, hijos de un mismo Padre, y el principio evangélico de que lo que no quieras para ti no lo quieras para los demás.
Las puertas de par en par hospitalariamente abiertas a todo el que se acerque a nosotros en son de paz dispuesto a colaborar solidariamente en nuestros proyectos y afanes. Aislarse es morir; comunicarse y relacionarse es vivir.
Y comunicación y relación no significan necesariamente coincidencia plena de ideas, criterios y propósitos. Es muchas veces inevitable y necesaria la confrontación de pareceres, la renuncia a postulados propios que creíamos verdaderos e inmutables y la aceptación de otros ajenos que considerábamos erróneos. Cuando el fin primero y último que nos guía es el bien común, son legítimas las discrepancias ejercitadas en el crisol del diálogo, que llevan siempre a soluciones más racionales y duraderas. Mirad esa torre que preside y vigila día y noche como un centinela siempre alerta nuestros quehaceres cotidianos. Lleva siglos dialogante y abierta a todos los soles y a todos los vientos, y no la parte un rayo y es cada día más esbelta y más fuerte. Y en esta plaza ancha y luminosa, que os decía yo que es el corazón de nuestro pueblo, cabemos todos y en ella todos respiramos y vivimos.
Hagamos la andadura difícil de la convivencia comunitaria alejados de egoísmos insolidarios, generosamente unidos y concordes, dispuestos siempre a ayudar antes que a ser ayudados, a servir que a ser servidos, porque al final de la jornada todos seremos los servidos y ayudados.
Cuando del bien común de nuestro pueblo se trate, no nos conformemos con un solo camino, que puede borrarse, con una sola fuente, que puede agotarse, con una sola puerta, que puede cerrarse. Recordad: pedid y se os dará; llamad y se os abrirá. Y donde una puerta se cierra, otra se abre. Llamemos oportuna, y si hiciere falta importunamente, a todas las puertas que fuere menester. Solo con este esfuerzo de coraje, de imaginación y de solidaridad el futuro será nuestro.
Siempre que en mis largas ausencias he pensado en Albares, he recordado estas calles y esta plaza, este entrañable paisaje familiar poblado de figuras, la mayor parte de ellas ya desvanecidas, y me ha invadido una nube de tristeza. Luego he abierto los ojos, y al contemplar hoy este aluvión de savia nueva, de fuerza y vigor de nuestra juventud, he vuelto a la alegría y al optimismo. A vosotros especialmente, jóvenes albareños, esperanza nuestra, os animo al esfuerzo, a la superación, a la perseverancia. No vais a encontrar caminos ya roturados, se hace camino al andar. No os rindáis nunca, no seáis
presa fácil de la fatiga o el desaliento. Al final, el que se esfuerza y persevera gana. Hoy os emplazo a un compromiso de fidelidad con nuestra historia y nuestras tradiciones, que son nuestras señas de identidad. Conocerlas y respetarlas, amarlas y transmitirlas a los que os sucedieren como han hecho nuestros padres es un deber ineludible para asegurar la pervivencia de nuestra personalidad colectiva.
Querido pueblo de Albares, tierra mía, sangre mía, noble villa calatrava, llevas siglos afanosa y ensimismada cultivando silenciosamente estos campos y has visto en los últimos tiempos a muchos de tus hijos buscar lejos de ti horizontes nuevos para sus vidas. Pero eso no ha significado jamás olvido y menos desarraigo. Hoy, como siempre en San Antonio, estamos todos aquí, los presentes y los ausentes, en esta plaza y en la ermita, hechos una sola piña y un solo corazón. Vive alegre, jubilosamente tus fiestas y sigue siendo el pueblo limpio y generoso que nunca dejaste de ser. Vayan hoy para ti estos tres deseos míos: paz, prosperidad, concordia.
Quería haberte traído como regalo personal un manojo de espigas, pero espigando en mis recuerdos he logrado recoger este manojo de versos. Es para ti y para el santo mi ofrenda y mi pregón poético.
Emilio Moratilla García